La ironía en pintura
ANTONIO VALDECANTOS
1
Cuando un crustáceo (pintado o no, esto
es lo de menos) empieza a trepar por los bordes de un bodegón, debería haber
alguien —y lo mejor sería que de esto se encargase otro crustáceo— que le avisara de que se ha equivocado de
camino, aunque ese mismo vigilante, u otro de la misma o distinta especie,
podría amonestar igualmente al resto de las figuras, invitándolas a ausentarse.
Cuando se advierte que algo o alguien está de más, también podría haberse
advertido que es el resto lo que sobra. La presencia, pintada o no, en algún
lugar, de algo o de alguien disonante, inoportuno o inopinado merece el nombre
de ironía cuando obliga a dudar sobre qué es lo que debe retirarse y qué el
resto, pero de tal modo que semejante duda no pueda resolverse nunca. Que pueda
decirse “el resto” para designar a lo que no sobra expresa ya de por sí todo lo
que de irónico tiene el caso, como si las partes esenciales o ineliminables de
un cuadro —o las del mundo— tuvieran que concebirse como restos no sobrantes, es decir, como material residual y de desecho
que, sin embargo, no puede ser enajenado ni sacrificado: la esencia es lo que queda, y decir eso tranquiliza
casi a cualquiera, pero lo que queda de algo es siempre, dicho en plata, su
ruina: aquello en lo que ha acabado o ha
quedado la cosa.
El mundo moderno se parece al arte
abstracto en que es imposible reconocer con claridad todos los componentes de
cualquiera de las visiones que ofrece, y en que, cuando ha llegado a identificarse
alguno, no está claro en absoluto su derecho
a figurar ahí, pues en su lugar podría estar cualquier otro objeto, reconocible
o no, y cualquier mancha o hueco sin dignidad para aspirar a la condición de
objeto. El mundo moderno es una obra de exhaustiva ingeniería totalmente
carente de sentido del humor, pero sus representaciones son obligadamente
irónicas, tanto juntas como por separado. Si se toma una colección de más de
una docena de imágenes aptas para servir como expresiones, documentos o
emblemas del tiempo presente, lo primero que llamará la atención es que casi
cualesquiera otras habrían servido para el mismo fin. Más de una y más de dos
—y seguramente todas— serán como nécoras que tratan de encaramarse a las frutas
de un bodegón, y cualquiera de los iconos que se propusieran para enseñar la
época en que vive a quien lo ignorase todo sobre ella tendría que cumplir un
requisito ineludible: su capacidad para poner de manifiesto que podría haber
sido sustituido por cualquier otra imagen. Quien produce las imágenes y quien
en cada caso las elige debe ser experto, antes que en ninguna otra cosa, en
hacer transparente la condición azarosa e irónica de su producción o de su
elección. Ese azar y esa ironía no son, ni mucho menos, consecuencias de
ninguna anarquía ni de ninguna disolución de las formas, del orden o de la realidad,
sino indicios de todo lo contrario. Son la celebración, gayamente festiva, de
un orden supremo que asegura a cada sujeto y a cada objeto la capacidad más
formidable de moverse y transformarse.
Frente al orden tradicional, en el que
cada persona tenía su lugar y cada cosa guardaba distancias fijas con cada uno
de los lugares de las personas, y frente al de la modernidad clásica, que
resultaba de los esfuerzos progresivos de los yo es para disponer con la mayor
eficacia posible del mayor número posible de objetos, el de la modernidad
tardía no se funda a partir de puntos fijos ni de progresos calculados, sino por
la obligación de no caer nunca en el reposo, procurando maximizar el movimiento
local y el de autotransformación —el recorrido del mayor número posible de
lugares y el incremento acelerado de la potencia de adquirir nuevas formas— de
modo que cada lugar y cada forma constituyen espacios de paso, aptos para ser ocupados sucesivamente por cualquiera. Que
esté yo aquí y no en otro lugar y que tenga el aspecto que tengo y no otro son
tan sólo momentos de un flujo acelerado de mudanzas, y la manera de representar
icónicamente semejante orden es la ironía de las formas y de los objetos. Que
en la representación de dicho mundo se goce de la libertad propia de quien no
tiene normas a las que someterse es, sin duda, un detalle de la mayor
importancia. Para representar el orden es preciso quebrantar y transgredir
obsesivamente las reglas de la representación propias de épocas pasadas,
dejando bien claro que su falta de vigencia es una expresión más del movimiento
de los tiempos y de la epopeya transgresora en que éstos consisten. La libertad
del artista para transgredir infinitamente proporciona el símbolo perfecto
—perfectamente ideológico, desde luego— de lo que se supone es la vertiginosa
libertad del individuo tardomoderno en lo que con frecuencia se llamará su
“aventura vital”. Basta con mirar en la dirección inversa para encontrar en la
acartonada libertad artística —y, de manera más amplia, cultural— el cuadro grotesco, torvamente irónico, de la
transgresora esclavitud del súbdito.
2
Puede que quien lleva entregado a la
risa un rato largo, con renovación constante de motivos y con la expectativa segura
de que éstos seguirán multiplicándose hasta no se sabe qué punto delirante
sufra cierta clase de fatiga que se manifestará, según los casos, con síntomas diversos
y en partes variadas del cuerpo. Pero semejante cansancio no entorpecerá el
apetito de nueva risa hasta que se sobrepase cierto umbral posterior al delirio
y detrás del cual sobrevendrá un agotamiento insuperable. Pocos temerán un
estado así, y raro será quien lo repudie. Aunque quepa, ciertamente, la
tentación de comparar ese hastío feliz con el que se declara después de una
actividad sexual intensa y prolongada, seguramente no sería muy fructífero
traer aquí a colación la vieja sentencia sobre la tristeza postcoital, pues la proposición
“omne animal triste post risum” no es
cierta de ninguna manera. A la risa desatada, larga y avasalladora no la sigue
la tristeza, sino el deseo de relatar a otros las condiciones en que se produjo
la hilaridad, una pulsión en la que imperan menos las ganas de hacer reír o de
reproducir la situación que la de hacerle a ésta la debida justicia, dejando memoria
fehaciente de lo ocurrido: que otros tengan constancia de lo que tanta risa trajo
consigo, aunque no les haga gracia ni lo entiendan. Quien con esa clase de impulso
nos cuenta algo tenido por hilarante rara vez logrará mover a risa y la
justicia que ejecutará será muy imperfecta o se frustrará del todo. No pocas
veces, en efecto, se dibujará en quien debería prorrumpir en carcajadas una
sonrisa caritativa cada vez más difícil de mantener. “Por mucho que te diga, no
puedes imaginar lo que llegamos a reírnos; alguien te lo tendría que contar mucho
mejor que yo”, se agregará, como si el arrebato de risa estuviese siendo
traicionado. La irreproducibilidad de
lo que movió a risa es el mejor homenaje que puede hacerse al momento delirante
de aquella plenitud, pero resulta claro que también es el peor: más allá de un
instante crítico, la risa se desgasta y se convierte en materia rancia,
quedando como único resto un imperativo de justicia imposible de cumplir.
Pero
nada de lo anterior ha de confundirse con otras situaciones, probablemente muy
bien conocidas de cualquiera, en las que el estrago cómico no se debe a la
sobreabundancia de risa, sino al fastidio producido por la impostación
constante de ésta. Fingir que uno ríe —por conveniencia social, por
pusilanimidad o por la piedad que suscita quien sin gracia ninguna se esfuerza
por hacer reír— produce de manera inmediata una inconfundible fatiga en los
carrillos y una muy razonable resistencia a la operación de contemplar el
rostro propio. Mientras que la llamada vergüenza ajena es la pasión
—acompañada, llegado el caso, de alteraciones de la cara— que se experimenta
cuando lo dicho o hecho por otros abochorna a causa de su proximidad a uno
(pero sin que de ninguna manera deba uno responder por aquello de lo que se
avergüenza, ni tampoco responder a ello), la necesidad de participar del
ambiente reinante de broma y licencia es, por el contrario, como una vergüenza
ajena que tuviese que mudarse en celebración y en fiesta.Allí donde,con
agitación tontiloca,todos ríen de estupideces cada vez más torpemente
proferidas, sin que quepa vaticinar un próximo alivio del bochorno y sin que
sea lícito insinuar de ninguna manera que nada de aquello tiene ninguna gracia,
sólo puede darse una impostación gelásica entre cuyas primeras consecuencias estará
la pérdida de cualquier clase de respeto por uno mismo. En momentos así nadie
admitiría que le pusieran delante un dispositivo fotográfico o un espejo,
porque ese rato maldito está descontado de lo que resulta decoroso tomar en
consideración. Y no lo está, por cierto, del modo propio del tiempo en que uno
habla entre comillas o sobre las tablas o en nombre de otro, tiempos que muy a
menudo, aun no perteneciendo a lo cabalmente serio, o por ello mismo, se juzgan
muy aptos para la duplicación especular y para todo tipo de reproducciones. La
clase de vergüenza que produce el tener que fingir risa o sonrisa es
proverbialmente repugnante para quien padece tal estado, aunque a veces la
molestia carezca de justificación porque los demás disculparán quizá la bajeza
de uno o incluso, incomprensiblemente, se acabarán sumando a la risa.
El
gracioso sistemático y constante está bajo los efectos de una adicción o se
asemeja a quien padece un tic ridículo, pero, al contrario de lo que suele
ocurrir en casos así, se esfuerza para que se preste atención constante al gesto,
y se lo elogie y agradezca. El tipo dicharachero y chistoso gusta mucho a niños
e inocentes, y en cierto modo toma a todo el mundo como a un niño o un inocente.
Probablemente haya una clase especial de santidad para la cual las palabras del
chistoso compulsivo tienen siempre gracia y no la pierden nunca, pero esa
bendita simplicidad no está al alcance de todos. La condición adulta se
adquiere, no en vano, cuando sobreviene la definitiva seriedad con la que concluye
la maduración del rostro. De hecho, las facciones del adulto son lo que, ya
para siempre, sigue al momento en que ese hombre compone un gesto de severidad
que cree propio de una persona a la altura de las circunstancias. La mirada
altiva, exigente y de fiar(y, por esto último, desafiante) del varón orgulloso
de haber alcanzado la plenitud de sus capacidades sexuales es el gesto adulto
por excelencia, y de él derivan la faz implacable del soldado, el semblante
resuelto del político y la mirada firme del hombre de campo o de industria. En
principio el clérigo se sustraerá a este gesto, y el no haberlo ostentado nunca
deja su huella inequívoca en la cara, pero, muy a menudo, el eclesiástico
acabará formándose un rostro adecuadamente intimidatorio, que alternará con el
propio de quien no ha llegado a completar la pubertad. El efebo eterno que
quiere mandar y ser temido acabará, en el caso más perfecto, con una faz y un
gesto como los que Velázquez descubrió en Inocencio X.
El
rostro grave del rigor profesoral
proviene seguramente, por su parte, de las funciones disciplinarias
tradicionalmente propias del maestro o dómine de niños, esa especie de pastor
avinagrado y violento al que la pedagogía liberal convirtió en solícito
jardinero. De hecho, el padre que puede disponer de la vida de sus hijos es una
figura medular del paisaje político y moral de occidente, siendo el terrorífico
maestro infantil su coletazo póstumo.Y lo que corresponderá al docto profesor de
mozos y jóvenes que frunce el ceño y ahueca la voz en sus lecciones de cátedra
será investir de aterradora potestad (o por lo menos intentar hacerlo) unos
saberes a menudo inermes y humildes, producidos en su día por parias o por
habitantes del suburbio, de la cárcel, del manicomio o del desierto.El saber es
riguroso cuando sólo puede ser enseñado
con gesto grave, a medias pontifical y castrense. Que el profesor contemporáneo
no imite ya esos gestos, sino más bien los del locutor de televisión, es un
hecho de la mayor importancia: la transmisión de lo que se llama información y
la “valoración” correspondiente no reclaman gravedad, sino eso que recibe el
nombre insuperable de desenfado y que
no camina muy lejos de la bufonería.
Es
inocente quien responde sin ningún asomo de gravedad a las solicitaciones
continuas de risa, pero eso no implica que también lo sea quien las emite. De
hecho, este último caerá a menudo en una categoría muy alejada de toda
inocencia, que es la correspondiente a quien está sometido, y lo está de muy
buen grado, a un desafío constante para poner a prueba su ingenio y don de
gentes. Ese inconfundible espíritu agonal es, desde luego, netamente adictivo y
exhibitorio, igual que lo sería cualquier otra capacidad que necesitase revalidarse
sin cesar. El adicto al reto debe identificarse
precisamente de esa manera porque ninguna otra le será nunca satisfactoria. Soy
quien soy porque siempre estoy en condiciones de retar a cualquiera, y es en el
desafío donde se pone de manifiesto qué soy y lo que valgo (juntándose ambas
cosas, en realidad, para formar una sola). Si he de identificarme, no bastará
con dar mi nombre y filiación, sino que tendré que poner a prueba y en peligro
mi buen nombre, de modo que mi
identificación sólo estará en regla cuando yo haya logrado salir airoso del
certamen a que me he sometido. La prueba agonal bufonesca, ejercida de manera
continua, tiene la misma estructura que cualquier desafío convertido en hábito.
Al igual que el seductor compulsivo no puede permitirse ningún descanso, ni
siquiera frente a objetos poco o nada deseados de hecho, tampoco al cómico
agonal le cabe dar tregua a su desafío, un ataque por dos flancos que, de un
lado, reta al interlocutor a no poder evitar la risa y, de otro, a ser tan
ingenioso como él o, si es posible, todavía más.
3
En
medida francamente enorme, lo que la modernidad tardía llama “cultura” es un
conjunto de prácticas sometidas a la regla agonal del desafío irónico
constante. Resulta lícito preguntarse por la verosimilitud de un régimen de
ironía ininterrumpida y universal, y seguramente la respuesta tiene que ser negativa
si tal ironía no se presenta tasada y encapsulada, aunque su extensión sea muy generosa.
La ironía absoluta, ejercida en todo contexto y situación, es quizá
inconcebible y, en caso de que quepa hallar regímenes consuetudinarios de conducta irónica, éstos tendrán que
asemejarse a juegos de lenguaje particulares, o a familias de varios de ellos.
El juego o juegos de la cultura proporciona un buen modelo de esa ironía,
general aunque encapsulada, fingida tanto más como universal cuanto más acotada
esté y tanto mejor encapsulada cuanta mayor universalidad se le atribuya.
Seguramente la ironía cultural moderna se inventó con la novela, en el momento
en que esta clase de narraciones comenzaron a presentarse, de manera
típicamente irónica (en un caso muy característico de lo que Wayne C. Booth
llamó “ironía manifiesta”), como historias
verdaderas. “Verdadera” es adjetivo que se aplica significativamente a
“historia” cuando queda claro que la historia en cuestión es ficticia: la
ficción moderna es, no en vano, lo que necesita apellidarse como verdadero,
dando lugar con ello a una ironía constitutiva. Desde luego, la poesía
aristotélicamente tomada no era “historia verdadera” y nada irónico había en su
concepto.
La
idea según la cual en la época contemporánea resulta ser arte (o cultura) todo
lo que autorizadamente se presenta como tal (aunque dicha autorización sea, de
hecho, una irónica vuelta del revés de las nociones de autoridad habitualmente
tomadas) parece sugerir que debajo de todo objeto tenido por obra artística
cuelga una etiqueta imaginaria en la que, con el tipo de autoridad recién
mencionado, se declara “esto es arte” o quizá “sea esto arte” (y lo mismo vale
para la cultura).¿Pero no es cierto que todo el arte abstracto y el conceptual
se fundan, todavía a la altura de la segunda década del siglo xxi en una renovación de esa apostilla
constitutiva del arte moderno que viene a afirmar escandalosamente “éste es el
único arte que hay”, dando por supuestas a la vez la afirmación y la negación
de la etiqueta “por supuesto que esto no es arte”? Se trata, en efecto, de un double bind cuya vigencia está implícita
en los performativos que, según Danto, fundan el arte contemporáneo. Decir
“esto es arte” implica susurrar que no lo es, es decir, que no lo es salvo precisamente por ese fiat, un fiat que pasa a serlo todo, en una soberanía del artista harto
irónica y paradójica. El artista, como enseñó Kantorowicz en su contribución al
volumen de homenaje a Panofsky, es soberano para crear, y lo es en virtud de sorprendentes
analogías jurídicas (principalmente del derecho canónico), pero el artista
contemporáneo parece soberano antes que nada (o quizá tan sólo) en lo tocante a
la decisión sobre la condición artística de sus producciones, sean las que
sean. Esto es arte porque lo dice usted y sólo por eso —tal es la respuesta que
el artista soberano encontrará, una respuesta en cuya enunciación literal
coincidirán el despreciador filisteo, el provocador cultural y el documentado experto.
Quien es ajeno a la esfera cultural no acata la soberanía del artista y quien
está dentro sí, pero entre estos últimos no faltará quien rinda al artista la
clase de veneración que se tributaba a su antecesor aurático o al monarca
taumaturgo de derecho divino. Poca duda cabrá, sin embargo, de que el correcto
espectador cultural —y también, por cierto, el correcto crítico— es
precisamente aquél que está a la altura de la ironía invasiva y universal en
que se fundan el arte y la cultura contemporáneos.
¿Qué
le ocurriría a un súbdito que, al opinar sobre su soberano (individual o
colectivo), dijese “es soberano, pero
sólo porque lo dice él”? Nada, en principio, muy extraño ni muy peligroso para
el mantenimiento de la obediencia, siempre que no quepa, de hecho, dudar de la
autoridad que el soberano se atribuye. Es cierto, sin embargo, que la autoridad
en cuestión tiene que presentarse como distinta de la potestad soberana misma, aunque
lo anterior no destruye el esquema: de ordinario, no es sensato dudar de que el
soberano obra autorizadamente en su declaración, y, de tratarse de un impostor,
se supone que el fraude no tardará mucho en ser descubierto. Pero parece que en
el artista soberano que se proclama artista a sí mismo (y que no se proclama,
por cierto, nada más, porque el resto no importa), coinciden autoridad y
potestad, aunque esto implique olvidar a la legión de críticos y comentaristas
—autoridades en el sentido pleno de la palabra— que sancionan la proclamación. Lo cierto es que la crítica cultural es
un conjunto de prácticas de una severidad y una gravedad extremas, suficientes
para olvidar toda ironía, lo cual lleva a preguntarse, no sin desazón, si el
conocedor o consumidor cultural es en verdad un ironista. La respuesta a esta
pregunta resulta más escurridiza de lo que parece, porque tropieza con un mundo
en el que la ironía general se ha exacerbado hasta producir toda clase de
estragos, y se supone que el público cultural debería participar abundantísimamente
de esa ironía y de sus efectos. Pero, en una colosal ironía reduplicada, el
público cultural admirará las obras de arte con un rostro de arrobo mucho más
cariacontecido que el del lector de Virgilio o el oyente de Bach. La suprema
ironía del arte moderno es haber producido consumidores mucho más graves y
severos que los pertenecientes a otras épocas, unos consumidores
hiperemancipados que, sin embargo, dependen del comentarista y de su auctoritas en un grado desquiciadamente
mayor que el que tenía vigencia en otras épocas.
4
Esto antes no habría sido considerado
arte, dirá con frecuencia el consumidor cultural de la modernidad tardía, pero
ahora sí. De hecho, proseguirá, ahora sólo son arte cosas como ésta aunque,
para apreciarlas como se debe (y también por motivos más profundos), es preciso
conservar y cuidar un amplio patrimonio constituido por gran cantidad de
documentos culturales de otras épocas, en cada una de las cuales tenía vigencia
cierta noción de lo que era arte y de lo que no, vigencia que a menudo se
desplaza a nuestro presente, el cual no sólo admite como arte vivo el suyo
propio, sino también (y con frecuencia más indisputablemente) el de algunas
épocas pasadas.Si el gesto irónico de quien juega poniendo y quitando las
etiquetas de “esto es arte”, “sólo esto es arte” y “¿qué otro arte podría
haber?” tiene que parafrasearse, para ser cabalmente entendido, por una
explicación como la que acaba de darse, no cabe ninguna duda de que toda ironía
se ha evaporado inexorablemente. Toda la pulsión transgresora del arte de
vanguardia hubo de ser cuidadosamente administrada de modo que hallase acomodo
en el patrimonio cultural que se ofrece al súbdito. La transgresión es una
pieza más del menú con que el súbdito cuenta para adquirir certeza de la
ilustración propia y para entretenerse honestamente durante unos pocos ratos.
El arte del siglo xx tiene que
apreciarse, desde luego, en el contexto del patrimonio a que pertenece, donde
también figuran, en forma impecablemente pluralista, muestras de lo que se tuvo
en otras épocas por arte (y también en ésta, siempre que no se lo tome como
contemporáneo). El arte abstracto y el conceptual dependen, como conjuntos de
objetos culturales, del patrimonio a que pertenecen, el cual conserva y
preserva casi todo lo que sus administradores encuentren a su paso. En la
escapada turística (o en la navegación digital) correspondiente, Kandinsky
podrá ser el segundo plato y Cimabue el primero (o a la inversa), y lo de menos
es que uno y otro tengan que ser degustados mientras solemnemente se declara
“el otro plato es comida, pero no lo es de todo”.
Como mucho, el espectador y consumidor
cultural será un glosador triste de ironías ajenas y sus operaciones estarán
seriamente reñidas con cualquier clase de sentido del humor. El consumidor
tardomoderno de cultura es alguien cuya principal norma de acción puede
enunciarse con toda claridad: evitar con desvelo y hasta con intransigencia la
visión del mundo propia de quien, ante la visión de las grandes obras de la
pintura del siglo xx, señala que eso puede pintarlo su hija de siete
años. Hay, desde luego, muchas razones para aborrecer a esta última clase de
personas, pero lo que importa es que el consumidor de cultura cree haber
asegurado la salvación de su alma cobrando certeza de que ni pertenece ni puede
pertenecer a ese tipo de gente.
La cultura de la modernidad tardía es
un espectáculo múltiple cuyo objeto coincide íntegramente con el sujeto. El yo
tardomoderno ha dado cierta cantidad de vueltas y giros antes de lograr
coincidir consigo mismo, aunque sería toda una ironía, y de las de verdad,
llamar “espectáculo absoluto” a lo que aquí se ofrece. Cuando el consumidor de
cultura se contempla a sí mismo, lo que debería encontrar en el espejo es toda
la ironía propia de quien juega con los objetos culturales, los mezcla, los
manipula, los desmantela y los profana. Sin embargo, ese contemplador cultural
ha compuesto, para el momento de mirarse al espejo en busca de todo lo
anterior, el gesto más severo y cariacontecido de que es capaz, y será sólo ese
mohín, sin posibilidad ninguna de enmienda, lo que se encuentre delante. Por
fin el yo tardomoderno ha recobrado la seriedad que su época disoluta le había
escatimado.
La general ironía es, ciertamente, el
signo de lo cultural, siendo lo cultural, por su parte, el nombre de una esfera
de entre las varias de que consta la “forma de vida” del súbdito de la
modernidad tardía. Esa esfera no tiene, sin embargo, sus límites bien definidos
y posee vocación imperial. Muy a menudo las otras esferas en que se ordena el
modo de vida tardomoderno adoptarán reglas de acción típicamente culturales o
que se esfuercen por serlo. El puente entre los conceptos estético y
antropológico de la cultura (los dos adjetivos son de Eagleton) es en la
modernidad tardía precisamente ése: el
resto del modo de vida se llamará también “cultura” porque estará tocado
por el mismo espíritu de fresca transgresión y desenfadado juego en que
consiste la esfera estrictamente llamada cultural. Que se haya podido llamar,
no en vano, juego de lenguaje a cada
una de las sendas por las que pueden transitar las palabras y las acciones de
cierta forma de vida no es, de ninguna manera, una casualidad. Cualquier manera
reglada de hablar y de actuar puede llamarse “juego” porque aun las más serias
de todas deben poder verse bajo el modelo de la actividad propiamente lúdica.
El propósito de la ironización general
de la vida, un designio seguramente inconsistente, sufre flaquezas de concepto que
no es necesario examinar, porque lo que importa en él es su límpida conversión
en el resultado contrario. La ironía universal cae por su propia zancadilla,
pero no por la muy sensata y lógica razón de que, si todo es ironía, entonces
nada puede realmente serlo, sino porque el irónico general o jugador absoluto
vive tan sólo para poder contemplarse a sí mismo, y lo hace de tal manera que
las condiciones de dicha contemplación excluyan del todo el gesto irónico y exijan
cierta clase, tibia y despuntada, de cariacontecida seriedad. Es cierto que no
todo podrá ser rigor en el rostro del contemplador cultural, pero aquello que
no sea rigor será la obligada expresión, higiénicamente alegre, de quien
disfruta con plenitud de su tiempo de ocio. La contemplación de la naturaleza y
la del patrimonio cultural permitirán combinar la sonrisa de aquél que goza de
un cuerpo saludable con el semblante ceñudo de quien pone cara de buscar en el
espejo un rostro genuinamente cultural. Hay, pues, una mezcla de salubridad y
morbidez que debe administrarse con la mayor vigilancia, porque ninguno de los
dos elementos puede faltar. De un lado, la posesión de cultura es una señal
cierta de bienestar y el ejercicio de un derecho. La cultura preserva de la
ignorancia, del prejuicio y de esa forma de malicia filistea propia de quienes
sólo miran por lo que suele llamarse utilidad, de manera que tiene que ser
vista como una negación o superación medicinal
de la enfermedad. Pero la constitutiva ambivalencia del phármakon es esencial a la noción contemporánea de la cultura
porque, de hecho, los productos culturales típicamente modernos van unidos, de
un modo casi esencial, a la morbidez, al dispendio de la vida y al despilfarro
de las capacidades vitales. El consumidor de cultura debe estar preparado para
contemplar con un vaso de zumo de naranja en la mano (o, como mucho, con una
cerveza sin alcohol) la obra de la adicción, del abuso y del vicio. Algunos
consumidores de cultura querrán a veces experimentar esa clase de despilfarro
vital, pero enseguida se les dirá que tal cosa no es cultura genuina: al
contrario, el disfrute cultural resulta muy idóneo como medio de
desintoxicación para quien haya caído en los mismos vicios en que cayeron los
productores de cultura más ilustres.
El espectador cultural es el
contemplador sano y saludable de obras debidas a enfermos desahuciados, y ello
en un sentido no sólo sanitario, sino también moral. Que el productor de
cultura fue con frecuencia alguien malvado, corrupto, mal informado, frívolo, amigo
de la tiranía, irresponsable y gravemente propenso al pecado es cosa sabida
desde muy antiguo, pero el contemplador de cultura, por su propia condición de
persona culta o de abnegado aspirante a tal condición, está inmunizado contra
todo eso. El gesto de virtud de quien, rindiendo culto a los héroes culturales
y habiendo comido de su banquete, examina los vínculos de sus ídolos con el
nazismo o la pederastia es, no en vano, el propio de quien tiene títulos
bastantes para poder condenar y, llegado el caso, perdonar, y también capacidad
de suspender o retrasar el juicio, disfrutando, mientras tanto, del tesoro de
sutileza y complejidad que está
depositado en su alma. Esa “complejidad” es precisamente el puente entre la
inteligencia y el bien: la certeza de que las cosas no son siempre sencillas y
de que hay que estar, sin interrupción, a la altura de sus matices. El hombre
culto recorre ese puente (en ambos sentidos) innumerables veces al cabo del día
y cada recorrido aumenta un poco su autoestima.Seguramente estamos
sentenciados para tener que comportarnos algún siglo más como público cultural,
pero lo que ni impide esta condena es ironizar sobre ella. El hombre y la mujer
de cultura están sujetos a una obligación tenebrosa que los ata a la estupidez
sin poder perdonarles ninguna clase de insumisión ocasional. Los gestos de
impostación cultural no sobrarán nunca, porque la certidumbre de pertenecer a
los elegidos nunca será plena y siempre habrá razones para simular todavía más
cultura. A ese juego seguiremos jugando sin remedio, pero puede que a veces
quepa jugar a él sin creérselo en absoluto. No, desde luego, con toda la ironía
del mundo, porque tal cosa mejor es no pensarla, pero sí con la suficiente. El
resto puede guardarse para cuando haga falta, aunque entonces seguro que se ha
perdido ya.
Antonio
Valdecantos (Madrid, 1964), pensador y ensayista de larga
trayectoria, ha emprendido, entre otros intentos, cierta clase de desfiguración
(materialista según algunos) de la idea vigente de cultura, así como una
descripción muy poco habitual de la ideología dominante en la modernidad tardía
y un desmantelamiento, nada sensible a las exigencias del presente, de la idea
corriente de la moral. Sus últimos libros publicados son Misión del ágrafo, Filosofía
de la caducidad,La excepción
permanente y El saldo del espíritu.Desde
1996 enseña filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.