domingo, 21 de febrero de 2016

La ironía en pintura



ANTONIO VALDECANTOS





1

Cuando un crustáceo (pintado o no, esto es lo de menos) empieza a trepar por los bordes de un bodegón, debería haber alguien —y lo mejor sería que de esto se encargase otro crustáceo—  que le avisara de que se ha equivocado de camino, aunque ese mismo vigilante, u otro de la misma o distinta especie, podría amonestar igualmente al resto de las figuras, invitándolas a ausentarse. Cuando se advierte que algo o alguien está de más, también podría haberse advertido que es el resto lo que sobra. La presencia, pintada o no, en algún lugar, de algo o de alguien disonante, inoportuno o inopinado merece el nombre de ironía cuando obliga a dudar sobre qué es lo que debe retirarse y qué el resto, pero de tal modo que semejante duda no pueda resolverse nunca. Que pueda decirse “el resto” para designar a lo que no sobra expresa ya de por sí todo lo que de irónico tiene el caso, como si las partes esenciales o ineliminables de un cuadro —o las del mundo— tuvieran que concebirse como restos no sobrantes, es decir, como material residual y de desecho que, sin embargo, no puede ser enajenado ni sacrificado: la esencia es lo que queda, y decir eso tranquiliza casi a cualquiera, pero lo que queda de algo es siempre, dicho en plata, su ruina: aquello en lo que ha acabado o ha quedado la cosa.

El mundo moderno se parece al arte abstracto en que es imposible reconocer con claridad todos los componentes de cualquiera de las visiones que ofrece, y en que, cuando ha llegado a identificarse alguno, no está claro en absoluto su derecho a figurar ahí, pues en su lugar podría estar cualquier otro objeto, reconocible o no, y cualquier mancha o hueco sin dignidad para aspirar a la condición de objeto. El mundo moderno es una obra de exhaustiva ingeniería totalmente carente de sentido del humor, pero sus representaciones son obligadamente irónicas, tanto juntas como por separado. Si se toma una colección de más de una docena de imágenes aptas para servir como expresiones, documentos o emblemas del tiempo presente, lo primero que llamará la atención es que casi cualesquiera otras habrían servido para el mismo fin. Más de una y más de dos —y seguramente todas— serán como nécoras que tratan de encaramarse a las frutas de un bodegón, y cualquiera de los iconos que se propusieran para enseñar la época en que vive a quien lo ignorase todo sobre ella tendría que cumplir un requisito ineludible: su capacidad para poner de manifiesto que podría haber sido sustituido por cualquier otra imagen. Quien produce las imágenes y quien en cada caso las elige debe ser experto, antes que en ninguna otra cosa, en hacer transparente la condición azarosa e irónica de su producción o de su elección. Ese azar y esa ironía no son, ni mucho menos, consecuencias de ninguna anarquía ni de ninguna disolución de las formas, del orden o de la realidad, sino indicios de todo lo contrario. Son la celebración, gayamente festiva, de un orden supremo que asegura a cada sujeto y a cada objeto la capacidad más formidable de moverse y transformarse.

Frente al orden tradicional, en el que cada persona tenía su lugar y cada cosa guardaba distancias fijas con cada uno de los lugares de las personas, y frente al de la modernidad clásica, que resultaba de los esfuerzos progresivos de los yo es para disponer con la mayor eficacia posible del mayor número posible de objetos, el de la modernidad tardía no se funda a partir de puntos fijos ni de progresos calculados, sino por la obligación de no caer nunca en el reposo, procurando maximizar el movimiento local y el de autotransformación —el recorrido del mayor número posible de lugares y el incremento acelerado de la potencia de adquirir nuevas formas— de modo que cada lugar y cada forma constituyen espacios de paso, aptos para ser ocupados sucesivamente por cualquiera. Que esté yo aquí y no en otro lugar y que tenga el aspecto que tengo y no otro son tan sólo momentos de un flujo acelerado de mudanzas, y la manera de representar icónicamente semejante orden es la ironía de las formas y de los objetos. Que en la representación de dicho mundo se goce de la libertad propia de quien no tiene normas a las que someterse es, sin duda, un detalle de la mayor importancia. Para representar el orden es preciso quebrantar y transgredir obsesivamente las reglas de la representación propias de épocas pasadas, dejando bien claro que su falta de vigencia es una expresión más del movimiento de los tiempos y de la epopeya transgresora en que éstos consisten. La libertad del artista para transgredir infinitamente proporciona el símbolo perfecto —perfectamente ideológico, desde luego— de lo que se supone es la vertiginosa libertad del individuo tardomoderno en lo que con frecuencia se llamará su “aventura vital”. Basta con mirar en la dirección inversa para encontrar en la acartonada libertad artística —y, de manera más amplia, cultural— el cuadro grotesco, torvamente irónico, de la transgresora esclavitud del súbdito.


2

Puede que quien lleva entregado a la risa un rato largo, con renovación constante de motivos y con la expectativa segura de que éstos seguirán multiplicándose hasta no se sabe qué punto delirante sufra cierta clase de fatiga que se manifestará, según los casos, con síntomas diversos y en partes variadas del cuerpo. Pero semejante cansancio no entorpecerá el apetito de nueva risa hasta que se sobrepase cierto umbral posterior al delirio y detrás del cual sobrevendrá un agotamiento insuperable. Pocos temerán un estado así, y raro será quien lo repudie. Aunque quepa, ciertamente, la tentación de comparar ese hastío feliz con el que se declara después de una actividad sexual intensa y prolongada, seguramente no sería muy fructífero traer aquí a colación la vieja sentencia sobre la tristeza postcoital, pues la proposición “omne animal triste post risum” no es cierta de ninguna manera. A la risa desatada, larga y avasalladora no la sigue la tristeza, sino el deseo de relatar a otros las condiciones en que se produjo la hilaridad, una pulsión en la que imperan menos las ganas de hacer reír o de reproducir la situación que la de hacerle a ésta la debida justicia, dejando memoria fehaciente de lo ocurrido: que otros tengan constancia de lo que tanta risa trajo consigo, aunque no les haga gracia ni lo entiendan. Quien con esa clase de impulso nos cuenta algo tenido por hilarante rara vez logrará mover a risa y la justicia que ejecutará será muy imperfecta o se frustrará del todo. No pocas veces, en efecto, se dibujará en quien debería prorrumpir en carcajadas una sonrisa caritativa cada vez más difícil de mantener. “Por mucho que te diga, no puedes imaginar lo que llegamos a reírnos; alguien te lo tendría que contar mucho mejor que yo”, se agregará, como si el arrebato de risa estuviese siendo traicionado. La irreproducibilidad de lo que movió a risa es el mejor homenaje que puede hacerse al momento delirante de aquella plenitud, pero resulta claro que también es el peor: más allá de un instante crítico, la risa se desgasta y se convierte en materia rancia, quedando como único resto un imperativo de justicia imposible de cumplir.

            Pero nada de lo anterior ha de confundirse con otras situaciones, probablemente muy bien conocidas de cualquiera, en las que el estrago cómico no se debe a la sobreabundancia de risa, sino al fastidio producido por la impostación constante de ésta. Fingir que uno ríe —por conveniencia social, por pusilanimidad o por la piedad que suscita quien sin gracia ninguna se esfuerza por hacer reír— produce de manera inmediata una inconfundible fatiga en los carrillos y una muy razonable resistencia a la operación de contemplar el rostro propio. Mientras que la llamada vergüenza ajena es la pasión —acompañada, llegado el caso, de alteraciones de la cara— que se experimenta cuando lo dicho o hecho por otros abochorna a causa de su proximidad a uno (pero sin que de ninguna manera deba uno responder por aquello de lo que se avergüenza, ni tampoco responder a ello), la necesidad de participar del ambiente reinante de broma y licencia es, por el contrario, como una vergüenza ajena que tuviese que mudarse en celebración y en fiesta.Allí donde,con agitación tontiloca,todos ríen de estupideces cada vez más torpemente proferidas, sin que quepa vaticinar un próximo alivio del bochorno y sin que sea lícito insinuar de ninguna manera que nada de aquello tiene ninguna gracia, sólo puede darse una impostación gelásica entre cuyas primeras consecuencias estará la pérdida de cualquier clase de respeto por uno mismo. En momentos así nadie admitiría que le pusieran delante un dispositivo fotográfico o un espejo, porque ese rato maldito está descontado de lo que resulta decoroso tomar en consideración. Y no lo está, por cierto, del modo propio del tiempo en que uno habla entre comillas o sobre las tablas o en nombre de otro, tiempos que muy a menudo, aun no perteneciendo a lo cabalmente serio, o por ello mismo, se juzgan muy aptos para la duplicación especular y para todo tipo de reproducciones. La clase de vergüenza que produce el tener que fingir risa o sonrisa es proverbialmente repugnante para quien padece tal estado, aunque a veces la molestia carezca de justificación porque los demás disculparán quizá la bajeza de uno o incluso, incomprensiblemente, se acabarán sumando a la risa.

            El gracioso sistemático y constante está bajo los efectos de una adicción o se asemeja a quien padece un tic ridículo, pero, al contrario de lo que suele ocurrir en casos así, se esfuerza para que se preste atención constante al gesto, y se lo elogie y agradezca. El tipo dicharachero y chistoso gusta mucho a niños e inocentes, y en cierto modo toma a todo el mundo como a un niño o un inocente. Probablemente haya una clase especial de santidad para la cual las palabras del chistoso compulsivo tienen siempre gracia y no la pierden nunca, pero esa bendita simplicidad no está al alcance de todos. La condición adulta se adquiere, no en vano, cuando sobreviene la definitiva seriedad con la que concluye la maduración del rostro. De hecho, las facciones del adulto son lo que, ya para siempre, sigue al momento en que ese hombre compone un gesto de severidad que cree propio de una persona a la altura de las circunstancias. La mirada altiva, exigente y de fiar(y, por esto último, desafiante) del varón orgulloso de haber alcanzado la plenitud de sus capacidades sexuales es el gesto adulto por excelencia, y de él derivan la faz implacable del soldado, el semblante resuelto del político y la mirada firme del hombre de campo o de industria. En principio el clérigo se sustraerá a este gesto, y el no haberlo ostentado nunca deja su huella inequívoca en la cara, pero, muy a menudo, el eclesiástico acabará formándose un rostro adecuadamente intimidatorio, que alternará con el propio de quien no ha llegado a completar la pubertad. El efebo eterno que quiere mandar y ser temido acabará, en el caso más perfecto, con una faz y un gesto como los que Velázquez descubrió en Inocencio X.

            El rostro grave del rigor profesoral proviene seguramente, por su parte, de las funciones disciplinarias tradicionalmente propias del maestro o dómine de niños, esa especie de pastor avinagrado y violento al que la pedagogía liberal convirtió en solícito jardinero. De hecho, el padre que puede disponer de la vida de sus hijos es una figura medular del paisaje político y moral de occidente, siendo el terrorífico maestro infantil su coletazo póstumo.Y lo que corresponderá al docto profesor de mozos y jóvenes que frunce el ceño y ahueca la voz en sus lecciones de cátedra será investir de aterradora potestad (o por lo menos intentar hacerlo) unos saberes a menudo inermes y humildes, producidos en su día por parias o por habitantes del suburbio, de la cárcel, del manicomio o del desierto.El saber es riguroso cuando sólo puede ser enseñado con gesto grave, a medias pontifical y castrense. Que el profesor contemporáneo no imite ya esos gestos, sino más bien los del locutor de televisión, es un hecho de la mayor importancia: la transmisión de lo que se llama información y la “valoración” correspondiente no reclaman gravedad, sino eso que recibe el nombre insuperable de desenfado y que no camina muy lejos de la bufonería.

            Es inocente quien responde sin ningún asomo de gravedad a las solicitaciones continuas de risa, pero eso no implica que también lo sea quien las emite. De hecho, este último caerá a menudo en una categoría muy alejada de toda inocencia, que es la correspondiente a quien está sometido, y lo está de muy buen grado, a un desafío constante para poner a prueba su ingenio y don de gentes. Ese inconfundible espíritu agonal es, desde luego, netamente adictivo y exhibitorio, igual que lo sería cualquier otra capacidad que necesitase revalidarse sin cesar. El adicto al reto debe identificarse precisamente de esa manera porque ninguna otra le será nunca satisfactoria. Soy quien soy porque siempre estoy en condiciones de retar a cualquiera, y es en el desafío donde se pone de manifiesto qué soy y lo que valgo (juntándose ambas cosas, en realidad, para formar una sola). Si he de identificarme, no bastará con dar mi nombre y filiación, sino que tendré que poner a prueba y en peligro mi buen nombre, de modo que mi identificación sólo estará en regla cuando yo haya logrado salir airoso del certamen a que me he sometido. La prueba agonal bufonesca, ejercida de manera continua, tiene la misma estructura que cualquier desafío convertido en hábito. Al igual que el seductor compulsivo no puede permitirse ningún descanso, ni siquiera frente a objetos poco o nada deseados de hecho, tampoco al cómico agonal le cabe dar tregua a su desafío, un ataque por dos flancos que, de un lado, reta al interlocutor a no poder evitar la risa y, de otro, a ser tan ingenioso como él o, si es posible, todavía más.


3

            En medida francamente enorme, lo que la modernidad tardía llama “cultura” es un conjunto de prácticas sometidas a la regla agonal del desafío irónico constante. Resulta lícito preguntarse por la verosimilitud de un régimen de ironía ininterrumpida y universal, y seguramente la respuesta tiene que ser negativa si tal ironía no se presenta tasada y encapsulada, aunque su extensión sea muy generosa. La ironía absoluta, ejercida en todo contexto y situación, es quizá inconcebible y, en caso de que quepa hallar regímenes consuetudinarios de conducta irónica, éstos tendrán que asemejarse a juegos de lenguaje particulares, o a familias de varios de ellos. El juego o juegos de la cultura proporciona un buen modelo de esa ironía, general aunque encapsulada, fingida tanto más como universal cuanto más acotada esté y tanto mejor encapsulada cuanta mayor universalidad se le atribuya. Seguramente la ironía cultural moderna se inventó con la novela, en el momento en que esta clase de narraciones comenzaron a presentarse, de manera típicamente irónica (en un caso muy característico de lo que Wayne C. Booth llamó “ironía manifiesta”), como historias verdaderas. “Verdadera” es adjetivo que se aplica significativamente a “historia” cuando queda claro que la historia en cuestión es ficticia: la ficción moderna es, no en vano, lo que necesita apellidarse como verdadero, dando lugar con ello a una ironía constitutiva. Desde luego, la poesía aristotélicamente tomada no era “historia verdadera” y nada irónico había en su concepto.

            La idea según la cual en la época contemporánea resulta ser arte (o cultura) todo lo que autorizadamente se presenta como tal (aunque dicha autorización sea, de hecho, una irónica vuelta del revés de las nociones de autoridad habitualmente tomadas) parece sugerir que debajo de todo objeto tenido por obra artística cuelga una etiqueta imaginaria en la que, con el tipo de autoridad recién mencionado, se declara “esto es arte” o quizá “sea esto arte” (y lo mismo vale para la cultura).¿Pero no es cierto que todo el arte abstracto y el conceptual se fundan, todavía a la altura de la segunda década del siglo xxi en una renovación de esa apostilla constitutiva del arte moderno que viene a afirmar escandalosamente “éste es el único arte que hay”, dando por supuestas a la vez la afirmación y la negación de la etiqueta “por supuesto que esto no es arte”? Se trata, en efecto, de un double bind cuya vigencia está implícita en los performativos que, según Danto, fundan el arte contemporáneo. Decir “esto es arte” implica susurrar que no lo es, es decir, que no lo es salvo precisamente por ese fiat, un fiat que pasa a serlo todo, en una soberanía del artista harto irónica y paradójica. El artista, como enseñó Kantorowicz en su contribución al volumen de homenaje a Panofsky, es soberano para crear, y lo es en virtud de sorprendentes analogías jurídicas (principalmente del derecho canónico), pero el artista contemporáneo parece soberano antes que nada (o quizá tan sólo) en lo tocante a la decisión sobre la condición artística de sus producciones, sean las que sean. Esto es arte porque lo dice usted y sólo por eso —tal es la respuesta que el artista soberano encontrará, una respuesta en cuya enunciación literal coincidirán el despreciador filisteo, el provocador cultural y el documentado experto. Quien es ajeno a la esfera cultural no acata la soberanía del artista y quien está dentro sí, pero entre estos últimos no faltará quien rinda al artista la clase de veneración que se tributaba a su antecesor aurático o al monarca taumaturgo de derecho divino. Poca duda cabrá, sin embargo, de que el correcto espectador cultural —y también, por cierto, el correcto crítico— es precisamente aquél que está a la altura de la ironía invasiva y universal en que se fundan el arte y la cultura contemporáneos.

            ¿Qué le ocurriría a un súbdito que, al opinar sobre su soberano (individual o colectivo), dijese “es soberano, pero sólo porque lo dice él”? Nada, en principio, muy extraño ni muy peligroso para el mantenimiento de la obediencia, siempre que no quepa, de hecho, dudar de la autoridad que el soberano se atribuye. Es cierto, sin embargo, que la autoridad en cuestión tiene que presentarse como distinta de la potestad soberana misma, aunque lo anterior no destruye el esquema: de ordinario, no es sensato dudar de que el soberano obra autorizadamente en su declaración, y, de tratarse de un impostor, se supone que el fraude no tardará mucho en ser descubierto. Pero parece que en el artista soberano que se proclama artista a sí mismo (y que no se proclama, por cierto, nada más, porque el resto no importa), coinciden autoridad y potestad, aunque esto implique olvidar a la legión de críticos y comentaristas —autoridades en el sentido pleno de la palabra— que sancionan la proclamación. Lo cierto es que la crítica cultural es un conjunto de prácticas de una severidad y una gravedad extremas, suficientes para olvidar toda ironía, lo cual lleva a preguntarse, no sin desazón, si el conocedor o consumidor cultural es en verdad un ironista. La respuesta a esta pregunta resulta más escurridiza de lo que parece, porque tropieza con un mundo en el que la ironía general se ha exacerbado hasta producir toda clase de estragos, y se supone que el público cultural debería participar abundantísimamente de esa ironía y de sus efectos. Pero, en una colosal ironía reduplicada, el público cultural admirará las obras de arte con un rostro de arrobo mucho más cariacontecido que el del lector de Virgilio o el oyente de Bach. La suprema ironía del arte moderno es haber producido consumidores mucho más graves y severos que los pertenecientes a otras épocas, unos consumidores hiperemancipados que, sin embargo, dependen del comentarista y de su auctoritas en un grado desquiciadamente mayor que el que tenía vigencia en otras épocas.


4

Esto antes no habría sido considerado arte, dirá con frecuencia el consumidor cultural de la modernidad tardía, pero ahora sí. De hecho, proseguirá, ahora sólo son arte cosas como ésta aunque, para apreciarlas como se debe (y también por motivos más profundos), es preciso conservar y cuidar un amplio patrimonio constituido por gran cantidad de documentos culturales de otras épocas, en cada una de las cuales tenía vigencia cierta noción de lo que era arte y de lo que no, vigencia que a menudo se desplaza a nuestro presente, el cual no sólo admite como arte vivo el suyo propio, sino también (y con frecuencia más indisputablemente) el de algunas épocas pasadas.Si el gesto irónico de quien juega poniendo y quitando las etiquetas de “esto es arte”, “sólo esto es arte” y “¿qué otro arte podría haber?” tiene que parafrasearse, para ser cabalmente entendido, por una explicación como la que acaba de darse, no cabe ninguna duda de que toda ironía se ha evaporado inexorablemente. Toda la pulsión transgresora del arte de vanguardia hubo de ser cuidadosamente administrada de modo que hallase acomodo en el patrimonio cultural que se ofrece al súbdito. La transgresión es una pieza más del menú con que el súbdito cuenta para adquirir certeza de la ilustración propia y para entretenerse honestamente durante unos pocos ratos. El arte del siglo xx tiene que apreciarse, desde luego, en el contexto del patrimonio a que pertenece, donde también figuran, en forma impecablemente pluralista, muestras de lo que se tuvo en otras épocas por arte (y también en ésta, siempre que no se lo tome como contemporáneo). El arte abstracto y el conceptual dependen, como conjuntos de objetos culturales, del patrimonio a que pertenecen, el cual conserva y preserva casi todo lo que sus administradores encuentren a su paso. En la escapada turística (o en la navegación digital) correspondiente, Kandinsky podrá ser el segundo plato y Cimabue el primero (o a la inversa), y lo de menos es que uno y otro tengan que ser degustados mientras solemnemente se declara “el otro plato es comida, pero no lo es de todo”.

Como mucho, el espectador y consumidor cultural será un glosador triste de ironías ajenas y sus operaciones estarán seriamente reñidas con cualquier clase de sentido del humor. El consumidor tardomoderno de cultura es alguien cuya principal norma de acción puede enunciarse con toda claridad: evitar con desvelo y hasta con intransigencia la visión del mundo propia de quien, ante la visión de las grandes obras de la pintura del siglo xx, señala que eso puede pintarlo su hija de siete años. Hay, desde luego, muchas razones para aborrecer a esta última clase de personas, pero lo que importa es que el consumidor de cultura cree haber asegurado la salvación de su alma cobrando certeza de que ni pertenece ni puede pertenecer a ese tipo de gente.
La cultura de la modernidad tardía es un espectáculo múltiple cuyo objeto coincide íntegramente con el sujeto. El yo tardomoderno ha dado cierta cantidad de vueltas y giros antes de lograr coincidir consigo mismo, aunque sería toda una ironía, y de las de verdad, llamar “espectáculo absoluto” a lo que aquí se ofrece. Cuando el consumidor de cultura se contempla a sí mismo, lo que debería encontrar en el espejo es toda la ironía propia de quien juega con los objetos culturales, los mezcla, los manipula, los desmantela y los profana. Sin embargo, ese contemplador cultural ha compuesto, para el momento de mirarse al espejo en busca de todo lo anterior, el gesto más severo y cariacontecido de que es capaz, y será sólo ese mohín, sin posibilidad ninguna de enmienda, lo que se encuentre delante. Por fin el yo tardomoderno ha recobrado la seriedad que su época disoluta le había escatimado.

La general ironía es, ciertamente, el signo de lo cultural, siendo lo cultural, por su parte, el nombre de una esfera de entre las varias de que consta la “forma de vida” del súbdito de la modernidad tardía. Esa esfera no tiene, sin embargo, sus límites bien definidos y posee vocación imperial. Muy a menudo las otras esferas en que se ordena el modo de vida tardomoderno adoptarán reglas de acción típicamente culturales o que se esfuercen por serlo. El puente entre los conceptos estético y antropológico de la cultura (los dos adjetivos son de Eagleton) es en la modernidad tardía precisamente ése: el resto del modo de vida se llamará también “cultura” porque estará tocado por el mismo espíritu de fresca transgresión y desenfadado juego en que consiste la esfera estrictamente llamada cultural. Que se haya podido llamar, no en vano, juego de lenguaje a cada una de las sendas por las que pueden transitar las palabras y las acciones de cierta forma de vida no es, de ninguna manera, una casualidad. Cualquier manera reglada de hablar y de actuar puede llamarse “juego” porque aun las más serias de todas deben poder verse bajo el modelo de la actividad propiamente lúdica.
El propósito de la ironización general de la vida, un designio seguramente inconsistente, sufre flaquezas de concepto que no es necesario examinar, porque lo que importa en él es su límpida conversión en el resultado contrario. La ironía universal cae por su propia zancadilla, pero no por la muy sensata y lógica razón de que, si todo es ironía, entonces nada puede realmente serlo, sino porque el irónico general o jugador absoluto vive tan sólo para poder contemplarse a sí mismo, y lo hace de tal manera que las condiciones de dicha contemplación excluyan del todo el gesto irónico y exijan cierta clase, tibia y despuntada, de cariacontecida seriedad. Es cierto que no todo podrá ser rigor en el rostro del contemplador cultural, pero aquello que no sea rigor será la obligada expresión, higiénicamente alegre, de quien disfruta con plenitud de su tiempo de ocio. La contemplación de la naturaleza y la del patrimonio cultural permitirán combinar la sonrisa de aquél que goza de un cuerpo saludable con el semblante ceñudo de quien pone cara de buscar en el espejo un rostro genuinamente cultural. Hay, pues, una mezcla de salubridad y morbidez que debe administrarse con la mayor vigilancia, porque ninguno de los dos elementos puede faltar. De un lado, la posesión de cultura es una señal cierta de bienestar y el ejercicio de un derecho. La cultura preserva de la ignorancia, del prejuicio y de esa forma de malicia filistea propia de quienes sólo miran por lo que suele llamarse utilidad, de manera que tiene que ser vista como una negación o superación medicinal de la enfermedad. Pero la constitutiva ambivalencia del phármakon es esencial a la noción contemporánea de la cultura porque, de hecho, los productos culturales típicamente modernos van unidos, de un modo casi esencial, a la morbidez, al dispendio de la vida y al despilfarro de las capacidades vitales. El consumidor de cultura debe estar preparado para contemplar con un vaso de zumo de naranja en la mano (o, como mucho, con una cerveza sin alcohol) la obra de la adicción, del abuso y del vicio. Algunos consumidores de cultura querrán a veces experimentar esa clase de despilfarro vital, pero enseguida se les dirá que tal cosa no es cultura genuina: al contrario, el disfrute cultural resulta muy idóneo como medio de desintoxicación para quien haya caído en los mismos vicios en que cayeron los productores de cultura más ilustres.

El espectador cultural es el contemplador sano y saludable de obras debidas a enfermos desahuciados, y ello en un sentido no sólo sanitario, sino también moral. Que el productor de cultura fue con frecuencia alguien malvado, corrupto, mal informado, frívolo, amigo de la tiranía, irresponsable y gravemente propenso al pecado es cosa sabida desde muy antiguo, pero el contemplador de cultura, por su propia condición de persona culta o de abnegado aspirante a tal condición, está inmunizado contra todo eso. El gesto de virtud de quien, rindiendo culto a los héroes culturales y habiendo comido de su banquete, examina los vínculos de sus ídolos con el nazismo o la pederastia es, no en vano, el propio de quien tiene títulos bastantes para poder condenar y, llegado el caso, perdonar, y también capacidad de suspender o retrasar el juicio, disfrutando, mientras tanto, del tesoro de sutileza y complejidad que está depositado en su alma. Esa “complejidad” es precisamente el puente entre la inteligencia y el bien: la certeza de que las cosas no son siempre sencillas y de que hay que estar, sin interrupción, a la altura de sus matices. El hombre culto recorre ese puente (en ambos sentidos) innumerables veces al cabo del día y cada recorrido aumenta un poco su autoestima.Seguramente estamos sentenciados para tener que comportarnos algún siglo más como público cultural, pero lo que ni impide esta condena es ironizar sobre ella. El hombre y la mujer de cultura están sujetos a una obligación tenebrosa que los ata a la estupidez sin poder perdonarles ninguna clase de insumisión ocasional. Los gestos de impostación cultural no sobrarán nunca, porque la certidumbre de pertenecer a los elegidos nunca será plena y siempre habrá razones para simular todavía más cultura. A ese juego seguiremos jugando sin remedio, pero puede que a veces quepa jugar a él sin creérselo en absoluto. No, desde luego, con toda la ironía del mundo, porque tal cosa mejor es no pensarla, pero sí con la suficiente. El resto puede guardarse para cuando haga falta, aunque entonces seguro que se ha perdido ya.




Antonio Valdecantos (Madrid, 1964), pensador y ensayista de larga trayectoria, ha emprendido, entre otros intentos, cierta clase de desfiguración (materialista según algunos) de la idea vigente de cultura, así como una descripción muy poco habitual de la ideología dominante en la modernidad tardía y un desmantelamiento, nada sensible a las exigencias del presente, de la idea corriente de la moral. Sus últimos libros publicados son Misión del ágrafo, Filosofía de la caducidad,La excepción permanente y El saldo del espíritu.Desde 1996 enseña filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.